La directora que se animó a apostar por la inclusión en la escuela
Silvana Corso es directora de la Escuela de Educación Media (EEM) N° 2 Rumania,
en el barrio porteño de Villa Real, cerca de Fuerte Apache. Allí, desarrolla desde 2011 un
novedoso proyecto de educación inclusiva para chicos con distintos tipos de
discapacidad y problemáticas económicas y sociales, que la posicionó como una de las
principales referentes de nuestro país (Argentina) y la región. Su trabajo, la llevó además a ser finalista del Global Teacher Prize que otorga la Fundación Varkey, y que es considerado
el Premio Nobel para el mejor maestro del mundo.
“Esta escuela forma parte de una serie de secundarias creadas en puntos estratégicos de
la Ciudad, para recibir alumnos en contextos de vulnerabilidad social. Si bien
contemplaban a chicos que quedaban afuera del sistema, no eran entendidas como
inclusivas en el sentido más amplio que le damos hoy”, recuerda Silvana.
La EEM N2 tiene 510 alumnos entre los dos turnos. Aquellos con discapacidad cursan,
en su gran mayoría, por lo mañana, ya que por la tarde suelen asistir a distintas
terapias. A cada uno, según sus necesidades, se les ofrecen recorridos educativos
diferentes. Puede tratarse de chicos o chicas diagnosticados con las variantes más
complejas de los trastornos del espectro autista, con cuadros psiquiátricos o trastornos
sensoriales por haber sido víctimas de violencia, entre otros. La directora aclara que esto
se replica también en casos como el de las alumnas que son madres.
Contar con un cuerpo de docentes ya preparados para abordar este tipo de
problemáticas sociales fue la base con la que Corso contó para diseñar una propuesta
superadora, capaz de trabajar con jóvenes con discapacidades severas. “Una escuela
inclusiva tiene que alojar, es decir, dar lugar a todos y a cada uno. Contenerlos,
retenerlos y también conseguir que logren el éxito académico”, sostiene.
Y agrega: “Para eso los alumnos tienen que permanecer y egresar. Una escuela inclusiva
responde a las necesidades de sus estudiantes, no específicamente a las de aquellos que
tienen alguna discapacidad, sino a la de todos”.
Para ella, una distinción importante es la que se da entre inclusión e integración: según
Corso, la escuela integradora parte de la premisa de que los alumnos con discapacidad
tienen un déficit o un problema y que son ellos los que deben adaptarse a la escuela. “Es
un modelo médico que propone que el niño, niña o joven haga, por ejemplo, más horas
de terapia (fonoaudiología, psicopedagogía, kinesiología, etcétera) para poder encajar”,
resume. “Nosotros, en cambio, partimos de la idea de que cada uno aprende de manera
diferente y que es la escuela la que debe variar su propuesta para que todos puedan
llegar. La escuela inclusiva se basa en un modelo social de discapacidad que entiende
que ésta no es un problema en sí mismo para que la persona aprenda”.
En lo institucional, opina la directora, se ha avanzado mucho, sobre todo desde la
resolución de 2016 del Consejo Federal de Educación que garantiza la “promoción,
acreditación, certificación y titulación de estudiantes con discapacidad”, reforzando así
algunos aspectos incluidos en la Ley Nacional de Educación de 2006.
“Hoy la diversidad está contemplada dentro de la escuela”, sigue Corso. “Ya no es un
fantasma para el docente la posibilidad de que algún día, tal vez, le toque un alumno con
discapacidad sino que está amparado por la ley. Y hay una necesidad real de capacitarse.
Hasta hace poco, además, eran batallas solitarias de las familias por conseguir un lugar
en la escuela. Ahora existe legislación y el discurso está instalado, pero debe darse la
implementación”.
Para la directora, al contrario de lo que puede pensarse, no son los recursos el punto
determinante a la hora de garantizar la inclusión, sino que “la mayor traba es romper la
representación que se tiene del otro”. “Son muchos años de construir un aula que no
comprende la diversidad, que no la atiende. Hay que quebrar de golpe toda una lógica
institucional y volver a empezar”, subraya Corso.
Cree que para eso es fundamental ser flexibles y permitirles a los docentes que sean
creativos, que piensen cosas nuevas. “Hubo pruebas, algunas fracasaron y ahí vienen los
reclamos. Pero no hay fórmulas, es un trabajo artesanal”, advierte. También aclara que
si bien hoy en casi todas las escuelas cursan chicos con discapacidad, la suya es la única
que recibe tanta cantidad y con patologías graves.
La articulación con profesionales e instituciones externas es clave. La escuela Rumania
trabaja en conjunto con el Hospital Vélez Sarsfield, con centros y hospitales de día y con
los acompañantes y terapeutas de las obras sociales que cubren distintas prestaciones de
los alumnos con discapacidad.
A la hora de enumerar qué falta para avanzar con un modelo de escuela inclusiva, Corso
destaca tres cosas: “Primero, a pesar de la legislación vigente, las familias todavía no
pueden elegir las escuelas que les gustan. Luego, y en nuestra institución particularmente, un gran desafío es la movilidad docente. Por último, el egreso de los chicos, es decir, poder garantizar que los tomen en otros lugares, ya sean empleos o niveles superiores de estudio”. Y destaca: “Nosotros creemos en ellos, trabajamos con ellos y después los arrojamos a un abismo social”.
También destaca los logros: dice que el proyecto ya no es de ella, sino de toda la
comunidad educativa y eso es lo que garantiza su continuidad. “Hay tantos chicos con
discapacidad que llegan al patio y pueden encontrarse en un espejo, ver que hay otro en
su misma condición, con sus mismas dificultades y por eso pueden identificarse.
También la diversidad en la que conviven y que los hace darse cuenta de que todos
somos diferentes. Porque esa es la lógica: tratar a estos chicos de ‘especiales’ no está
bien”, concluye.