Inclusión escolar: una mirada crítica.

Inclusión escolar; una mirada crítica nos ofrece la crónica “La excluyente “inclusión” de niños autistas en el sistema escolar chileno” publicada por The Clinic.

La escena es así: un par de niños, de dos años de edad, realizan la misma actividad, separadamente. Juegan con un pequeño auto de juguete a cuerda sobre una mesa. Sus madres están de pie, apostadas tras ellos. El primer niño manipula el juguete, se ríe y luego se gira en el asiento para buscar a su madre y mostrarle el autito. El segundo niño, en cambio, observa detenidamente el objeto durante largos segundos, lo manipula con rostro inexpresivo y lo deja caer un par de veces sobre la mesa sin jamás dirigirse a su madre. Ella lo llama por su nombre una, dos, hasta tres veces, pero él nunca se gira. La imagen se detiene. Una voz en off dice que este segundo niño ha sido diagnosticado con un Trastorno del Espectro Autista, más conocido por la sigla TEA, una condición caracterizada por una perturbación grave de las habilidades para la interacción social y la comunicación.

El video registra más de un millón de visitas. Una de ellas la hizo Andrés (36 años, programador computacional) cuando su hijo Esteban, hoy de tres años, presentaba los mismos rasgos que el niño del video.

—Vimos en YouTube una comparación, en aulas de sicología, entre un niño normal y uno con TEA. Para mí fue súper claro y dije: mi hijo tiene TEA. La pediatra nos dijo: esperen a que crezca un poco más para tener un diagnóstico claro.

Cuando Esteban cumplió los dos años los especialistas confirmaron las sospechas de Andrés.

—Para nosotros no fue una sorpresa —aclara Sonia, la madre del niño.

Es que en el caso de Esteban, a las alteraciones clásicas del Trastorno del Espectro Autista —escaso interés por el contacto ocular, ausencia de una respuesta de orientación cuando se nombra al niño, de la conducta de señalar y de la conducta de mostrar objetos— se agregaba otra, muy singular: desde que nació, Esteban no hablaba. Es una alteración comunicativa, propia de algunos niños TEA, que con el tiempo puede ser superada.

—Sacar al Esteban a la plaza y que se te acerque una señora, y que ella quiera hablarle y yo tener que decirle: “No, es que el niño no habla”. Y tener que estar dando excusas a gente que no conozco, me agota —cuenta Sonia (37 años, socióloga) en el living de su departamento, ubicado a pocas cuadras de la plaza Ñuñoa—. Te dicen: “¿Y por qué no habla?” Y tú respondes: “Es que tiene TEA”. Ahí viene la pregunta: “¿Y qué es eso?”

Todas las familias entrevistadas para este reportaje coinciden en que el desconocimiento generalizado acerca del autismo es la principal causa de discriminación de los niños con esta condición. Se trata de un desconocimiento transversal, que no distingue nivel socioeconómico.

—Primero que todo hay una desinformación, una confusión conceptual de la condición TEA —señala taxativa Marcela Villegas, educadora diferencial, fundadora de la ONG Alianza Inclusiva y exdirectora del colegio Altavida, un establecimiento con sede en Valparaíso que cuenta con más de 50 alumnos con TEA. Y agrega—: La diversidad de casos al interior del espectro es muy amplia. Tenemos tres tipos de niveles dentro del espectro del autismo, siendo el nivel uno el más leve. Los niños de este nivel son como los chicos del Big Bang Theory o de la serie de Netflix Atypical, muy capaces, muy competentes. Pero esos son los menos, son los que han ingresado a las escuelas y que llegan a desarrollar carreras universitarias muy vinculadas a las matemáticas. El resto, el 70 u 80%, presenta dificultades del lenguaje, del desarrollo social, y otros problemas vinculados a los niveles dos y tres. Esa diversidad que hay en el espectro del autismo es lo que hace confuso este tema para la gente. Porque te refieres de la misma manera a casos que son conductualmente y funcionalmente distintos.

Sonia y Andrés comprobaron en carne propia, no sin sorpresa, que la ignorancia de la opinión pública respecto del TEA es compartida igualmente por los colegios. Señalan que la gran mayoría de los establecimientos a los que acudieron este año para matricular a su hijo desconocían las características del TEA y que no sabían distinguir entre los distintos trastornos del espectro autista. La pareja tuvo que recorrer un largo camino antes de que el colegio Altamira aceptara finalmente a su hijo.

—Llamé a veinte colegios de Ñuñoa, La Reina, Peñalolén, Providencia y Las Condes, y me decían: “No, no tengo cupo” —cuenta Sonia—. Yo preguntaba: “¿Y puedo quedar en lista de espera?” y me respondían: “No, es que no sacas nada con quedar en lista de espera; primero se privilegia a los hermanos (de alumnos ya matriculados), después a los hijos de los funcionarios y sólo tengo dos cupos por curso. Entonces las posibilidades de que se desocupe un cupo y que llegues tú, son nulas”.

Dice que cuando respondían, los establecimientos eran tajantes y fríos.

—Como que no entienden que detrás de un niño están unos papás tratando de buscarle un colegio. Yo, como madre de un niño como Esteban, no tengo la misma oferta de colegios respecto de una madre de un niño normal. Entonces, llamada tras llamada te vas cansando y te empiezas a enojar con la vida, con el mundo.

Durante este proceso, Sonia hizo un ejercicio para comprobar empíricamente la discriminación velada de los colegios privados a los niños con Trastorno del Espectro Autista. Primero llamaba a los colegios diciendo que su hijo sólo tenía problemas de lenguaje. Los establecimientos se allanaban a hablar dando luz verde a la postulación de Esteban. Luego llamaba a los mismos colegios diciendo directamente que su hijo tenía TEA y la reacción era de rechazo inmediato. En uno de los colegios donde Esteban pasó un examen de ingreso, a Andrés lo bombardearon con preguntas referentes a los eventuales problemas conductuales de su hijo.

—Las preguntas apuntaban, en el fondo, a saber hasta qué punto tu hijo iba a ser un cacho. Onda, qué cosas podía hacer él —relata Andrés.

En el examen de ingreso a ese colegio Esteban tuvo que compartir sala junto a una decena de niños. No logró adaptarse; se puso a correr por la sala, prendía y apagaba la luz y hubo un momento en que salió corriendo del lugar. Cuando Esteban dejó de hacer las pautas, el personal del colegio allí presente lo ignoró. No hubo ningún intento por incluirlo en el examen.

—Ni siquiera nos dijeron: vuelve otro día —recuerda Sonia, con cierta impotencia—. Nos mandaron un mail en el que nos decían que desafortunadamente el colegio no estaba preparado para recibir a niños como Esteban. Y nosotros pensamos: pero es que ni siquiera lo intentaste.

Una experiencia similar fue la que vivieron, en 2018, Javiera (36 años, abogada) y Sergio (37 años, ingeniero), padres de Max, un niño de cinco años diagnosticado a los dos con Trastorno del Espectro Autista.

—Decidimos hacer una prueba y postularlo a los colegios que los terapeutas nos habían recomendado. Es decir, colegios tradicionales, con una cierta estructura, lo que significaba desechar colegios como el Waldorf o el Montessori —señala Javiera—. Y ahí partimos la búsqueda, que fue desastrosa. Yo nunca pensé que la experiencia iba a ser tan mala.

Postularon a doce establecimientos de las comunas de Las Condes y Vitacura. Al igual que en el caso de Sonia y Andrés, los colegios tenían cupos muy limitados, en general no más de dos y uno de ellos reservado a aquellos postulantes con hermanos matriculados en el establecimiento.

—En el caso nuestro, Max es el hijo mayor. ¿Cómo le iban a reservar un cupo a él? —dice Javiera, recordando con indignación aquellos días—. En todos los colegios el discurso fue: los cupos de inclusión se reservan a los hermanos. Y si es que no se utiliza ese cupo, la designación es súper discrecional porque el colegio puede determinar que hasta un niño que es desordenado o disruptivo puede necesitar ese cupo.

El proceso más frustrante que recuerdan es el vivido en el colegio San Nicolás de Myra, un establecimiento conocido por su programa de inclusión. El colegio cuenta actualmente con una treintena de alumnos con necesidades educativas especiales. De hecho, hace unos años, uno de los apoderados llegó a transformarse en socio del establecimiento luego de que su hijo con disfasia, rechazado anteriormente por siete colegios del barrio alto, fuera aceptado por el San Nicolás de Myra.

—La experiencia fue bien mala porque todo fue por proactividad nuestra, yo fui a dejar la postulación personalmente, no fue por correo ni por teléfono —relata Javiera—. Nos dijeron que se liberaba un cupo dentro de poco, que los llamara en mayo para ver qué pasaba, pero después nos dijeron que llamáramos en agosto. En octubre me dijeron que el cupo sería utilizado por el hermano de un alumno.

En un comunicado requerido para este reportaje, las autoridades del San Nicolás de Myra no quisieron referirse al caso particular de Max, subrayando escuetamente que “el colegio se define con un fuerte énfasis en la familia y [que] por esa razón los cupos que se van originando se llenan en primer lugar con hermanos de alumnos, y luego con aquellos que partieron con nosotros en el Infant School del establecimiento”, incluidos los niños con necesidades educativas especiales.

Al igual que Sonia, Javiera critica la incapacidad de los colegios autodenominados inclusivos de ponerse en el lugar de las familias de niños con necesidades educativas especiales al momento de gestionar los procesos de postulación y de comunicar la no-admisión de un niño.

—Yo entiendo que los colegios no dan abasto —sostiene la madre de Max— y que hay hartos niños que se encuentran en la misma situación nuestra, pero qué pasa con el tacto, con la capacidad de esas personas de generar empatía, encontrar las palabras adecuadas para decirte: ¿Sabes qué? No quedaste, no damos abasto.

Un ejemplo de lo anterior lo constituye el caso de la Scuola Italiana, establecimiento donde Javiera y Sergio intentaron matricular, sin éxito, a su hijo.

—En la Scuola Italiana fue súper bueno el sistema de postulación —señala Javiera—pero el cierre, eso sí, fue muy penca porque no nos avisaron que el Max no había quedado hasta que yo fui personalmente a preguntar al colegio. Imagínate que postulamos diez papás de niños con necesidades educativas especiales y ninguno quedó. Y el proceso fue súper largo, de casi cinco meses. Ninguno quedó porque uno de los niños que había postulado por un cupo “normal” no había sido detectado como un niño con necesidades educativas especiales. Resultó ser que este niño era hermano de un alumno del colegio, por lo tanto su caso fue privilegiado.

A través de un comunicado, las autoridades del establecimiento reconocieron que, por norma, la Scuola Italiana “otorga prioridad en la admisión a las familias que ya son miembros del colegio” aclarando, sin embargo, que el colegio nunca ha tenido cupos reservados para niños con necesidades educativas especiales y que el caso de Max fue acogido de manera excepcional el año 2018 junto a los de otras cuatro familias (según el establecimiento, en el proceso postularon cinco niños y no diez como asevera Javiera). El colegio señala, en efecto, que los postulantes presentaban necesidades educativas especiales que “daban cuenta de la necesidad de generar un espacio que se ajustara a sus características, propiciando una experiencia acogedora”.

De esta forma la posibilidad de que Max se quedara sin colegio el año 2019 comenzó a hacerse realidad, lo que generó una crisis en la relación entre Javiera y Sergio. Ella empezó a tomar antidepresivos, abrumada no sólo por el frustrante proceso de postulación de su hijo mayor sino también por las dificultades que vivía su hija más chica, de tres años, diagnosticada con un Trastorno de Integración Sensorial. Las barreras que enfrentaba Max hoy día podían replicarse mañana en su hermana menor. Sergio reconoce que su esposa acusó el golpe de tener un hijo diferente del resto mucho antes que él. En el fondo, a él le había costado reconocer que Max sí tenía una condición que lo hacía especial. Tuvo que someterse a una terapia para aceptar la realidad.

—La relación se te va a la mierda si no conversas los temas y si no ves todo esto con psicólogos —cuenta él.

Con el tiempo, Javiera se volvió más pragmática, pero al inicio, cuando su hijo recién fue diagnosticado con TEA, la ansiedad la carcomía. Al igual que Sergio, le costaba aceptar la realidad. El manejo de expectativas, es decir, lo que imaginaba de su hijo en el futuro, fue un asunto muy difícil de asumir. Le preocupaba sobremanera que a Max no lo encasillaran, que no lo vieran como un niño extraño, que sus pares lo trataran como a un igual.

—Cuando tú tienes un hijo con una necesidad educativa especial es un proceso que vas a tener toda la vida —reconoce—. Hay que aprender a ver esto no como una carga sino como algo más global. Como a alguien que le puede faltar un brazo o una pierna; quizás vas a estar más cojo en algún ámbito, pero si estás bien acompañado y si tienes las herramientas emocionales como para poder sacarlo adelante, lo vas a hacer. Pero es algo que va a estar siempre contigo. Yo espero no llegar a tener una crisis cuando a mi hijo le hagan bullying en segundo básico. O sea, esas son cosas que pasan porque los cabros chicos son así.

El caso del De La Salle: ¿Una expulsión encubierta?

El caso inverso es el de Ema, una niña de nueve años recientemente diagnosticada con TEA. Entró en pre-kínder al colegio De La Salle, de La Reina, pese a tener un primer diagnóstico de autismo que luego fue descartado como un error y reemplazado por uno de déficit atencional. Tener una hermana matriculada en el establecimiento facilitó su ingreso. Desde el inicio, la niña presentó dificultades para encajar en un colegio de gran tamaño y en cursos muy numerosos.

—Ella tuvo varios problemas por un proceso de adaptación que no se hizo en serio y porque los niños que entran a estos colegios muy grandes, entran muy escolarizados inmediatamente y con muchas normas; son niños que vienen saliendo del jardín —cuenta la mamá de Ema, Andrea (41 años, encargada de admisión en una universidad)—. A ella le costó mucho integrarse, pero como tengo otra hija en el mismo colegio fue un poco más fácil.

La relación de Ema con sus compañeros y compañeras de curso fue desde un comienzo problemática, debido, sobre todo, a sus dificultades para comprender las dinámicas recreativas de los otros. Andrea señala que su hija vivió permanentemente episodios de bullying, desde pre-kínder hasta tercero básico.

—Sus compañeros la discriminaban porque no entendía los juegos. Por ejemplo, si todos corrían hacia la izquierda, ella lo hacía hacia la derecha. Además, quería acomodar las reglas como para poder sentirse más segura del ambiente, estaba constantemente queriendo imponer su forma de jugar para que los niños la entendieran y ella poder integrarse. Eso uno lo reconoce como adulto, pero para niños de ocho o nueve años es difícil entender esta dinámica, entonces la van dejando de lado.

Estos episodios terminaban muchas veces en disputas entre Ema y sus compañeros, dentro o fuera de la sala de clases, o en ataques de llanto incontrolables. Los conflictos fueron escalando año tras año hasta que en agosto de 2018 Ema fue reprendida en la sala, delante de los demás niños, por una de las profesoras. El hecho marcó un antes y un después en su estada en el establecimiento.

—Ella llevó al colegio un juguete escondido, lo sacó en clases y la profesora se lo quitó —relata la madre—. Entonces, lo peor que le puedes hacer a un niño con esta condición es confrontarlo directamente, gritarle, ponerlo en evidencia.

La situación hizo que la niña se desbordara a tal punto que los padres decidieron suspender temporalmente su permanencia en el establecimiento para someterla a una terapia intensiva en la Clínica Santa María donde concluyeron que Ema había sufrido una crisis de ansiedad.

—Estaba absolutamente al margen de la realidad —cuenta la madre—, bajo la presión de los profesores, del medio, de nosotros incluso, porque nosotros caímos en el mismo juego, tratando de que ella rindiera en lo académico, tratando de integrarla, tratando de que ella se comportara de cierta manera.

Andrea no niega los problemas conductuales de Ema ni minimiza los efectos que pudieron tener en estos los errores de diagnóstico en que incurrieron los especialistas antes de que se le declarara definitivamente como una niña con TEA. Sin embargo, le adjudica una responsabilidad importante al colegio De La Salle en el episodio final que vivió su hija, que a la larga precipitó su salida. Acusa al establecimiento de no haber puesto en marcha los protocolos recomendados por un psicólogo externo que visitó el colegio y de burocratizar excesivamente el caso de Ema. Señala que junto a su marido eran citados frecuentemente por el colegio para dar explicaciones respecto del estado de salud de la niña y que debían presentar dos informes psicológicos y neurológicos al año, solventados enteramente por la familia.

—Siempre estaban pidiendo informes. Informes que no se leían, no se registraban, que se archivaban en carpeta —relata Andrea, con tono de resignación—. Cada cierto tiempo había una profesora que te llamaba para decirte: “¿Sabe?, su hija está siendo disruptiva en la clase, está dando problemas, no trabaja”. Entonces cuando yo me enfrentaba a la situación yo le decía a la profesora: “Mi hija tiene problemas, toma ritalín”. Y la profesora contestaba: “Ah, ¿y qué le han dicho los médicos?”. O sea, te volvían a preguntar cosas que estaban en los informes que yo ya había entregado a principios de año y que se suponía que ya habían sido leídos y que debían ser discutidos entre los profes. Entonces era súper desgastante tener que dar explicaciones a todos los profesores sobre la situación de mi hija, cuando eso debían tenerlo en carpeta.

Hubo un momento en que tanto Andrea como su marido dejaron de asistir a las reuniones a las que eran citados, a modo de protesta. Hasta que las relaciones con el colegio se rompieron definitivamente tras una reunión con el rector y la plana mayor del De La Salle, que fue interpretada por Andrea y su marido como una presión velada para que retiraran a su hija del colegio.

—En esa oportunidad, tuvimos un enfrentamiento bastante subido de tono. El rector no tenía idea de nada, me hacía las mismas preguntas que hacían las profesoras: qué tiene la Ema, cuáles son los diagnósticos, cuál era el historial. Es decir, ignoraba una carpeta de más de cien páginas en que podía acceder a toda la información. Nadie hizo ni siquiera un resumen ejecutivo de la situación —dice la madre.

En un comunicado requerido para este reportaje el rector del colegio, Mario Silva Pardo, rechazó las acusaciones de la madre de Ema, negando enfáticamente que el establecimiento haya “presionado de forma alguna a la familia para que retire a la estudiante del colegio”, advirtiendo tener “evidencias suficientes” para probar aquello. Asimismo, se negó a opinar respecto de las reuniones sostenidas entre la familia y el personal del colegio (profesores, psicóloga y psicopedagoga) pues, según él, “significaría exponer públicamente elementos cuya confidencialidad protegemos como institución”. Respecto del informe que diagnosticaba para Ema un Trastorno del Espectro Autista, el rector del colegio De La Salle subrayó que el establecimiento tomó conocimiento de él recién en septiembre de 2018 y que antes de esa fecha “los profesionales del colegio expusieron reiteradamente a la familia la preocupación por el desempeño de la alumna y la necesidad, como colegio, de actuar conforme a la realidad que se observaba, pues se habían presentado informes con diferentes diagnósticos que no daban respuesta a lo evidenciado”.

En octubre del año pasado los padres de Ema decidieron retirarla definitivamente del colegio De La Salle. Lo mismo hicieron con su hija mayor. La buena noticia es que demoraron muy poco en encontrar un nuevo establecimiento, donde Ema ha podido continuar su escolaridad este año.

—Todo lo que vivimos fue un golpe muy fuerte porque uno no sabe mucho qué hacer. Nos culpamos entre nosotros, yo, sobre todo que soy la mamá. En el fondo, uno tiene esa responsabilidad más fuerte, como esta cosa más culposa —señala Andrea—. Ahora que ya nos confirmaron el diagnóstico de TEA, que sabemos donde caminar, donde ir, que hacer, tenemos más herramientas y podemos tomar decisiones con más información.

La situación en Puente Alto

El retiro forzado de niños con TEA de los colegios, así como la discriminación que sufren las familias en búsqueda de una matrícula, se repite en comunas como Puente Alto. El caso de Claudio, un niño de nueve años que cursa actualmente quinto básico, confirma esta idea. A los seis años le diagnosticaron un trastorno hipercinético con rasgos TEA, una condición que mezcla síntomas propios del síndrome de Asperger con hiperactividad y problemas de concentración. Antes de llegar a su actual colegio pasó por cinco establecimientos de Puente Alto, en los que vivió varios episodios de bullying. Ana, su madre (39 años, dueña de casa), sufrió en cada uno de ellos un acoso constante para sacar a su hijo, lo que explica el alto número de establecimientos que recorrió en solo tres años.

—Los problemas empezaron cuando mi hijo pasó a primero básico, en el liceo municipal San Gerónimo, de Puente Alto —cuenta la madre—. Empezaron a criticar que el niño pasaba solo. Me decían: “¿Sabe qué? Nosotros no estamos capacitados para cuidarlo, pero puede dejarlo acá perfectamente, aunque él debería ir a un colegio especial”.

En la Corporación Municipal de Educación de Puente Alto, de la cual dependen otros 26 colegios de la comuna, dijeron desconocer la situación de Claudio subrayando que la antigua directora del establecimiento fue reemplazada el año pasado. Junto con señalar que todos los colegios que están bajo su alero son inclusivos, la corporación se comprometió a estudiar este caso.

Tras el incidente, el hijo de Ana emigró a un establecimiento particular subvencionado, el colegio polivalente Raulí (de la misma comuna), donde, según ella, había una profesora que “me mandaba WhatsApp, no con mensajes, sino que con fotos de mi hijo diciendo: ‘El niño se paró, el niño se arrastró, etc.’”.

Según el relato de Ana, la directora de este último establecimiento le habría pedido personalmente que retirara a su hijo, aduciendo que era un niño problema y que sus compañeros le tenían miedo. Ana habría accedido a dicha exigencia, sin lograr que los problemas conductuales de su hijo se aplacaran.

Estas acusaciones son desmentidas tajantemente por Mónica Mera, directora del colegio polivalente Raulí, quien niega haberle exigido a Ana que retirara a su hijo.

—Nosotros trabajamos en un sector de Puente Alto donde tenemos muchos niños con problemas conductuales y entenderá usted que si nosotros empezamos a decirle a los niños que tienen que cambiarse de colegio, no tendríamos estudiantes. Así de sencillo.

Mera descarta igualmente la utilización de WhatsApp entre profesores y apoderados, pues, según ella, el establemimiento usa para esos casos el sistema de Papinotas que permite una comunicación más formal con las familias.

En el siguiente establecimiento el niño entró en una crisis nerviosa que lo hizo estar a punto de lanzarse de un tercer piso del colegio. La madre de Claudio debió resignarse ante los hechos y matricularlo en un establecimiento para estudiantes con problemas psicosociales. En ese lugar vivió sus peores episodios de bullying.

—Fue agredido por niños más grandes que venían de otros colegios —relata Ana—. Le tiraban piedras, le rompieron la mochila, lo encerraban en el baño para pegarle. Hablé con el dueño del colegio sobre esto y él me dijo que no estaban preparados para afrontar esta situación y me dijo que era mejor que retirara a Claudio del colegio porque los otros niños tenían otra clase de problemas y que Claudio no estaba apto para estar allí.

Ana pensó en renunciar a la idea de verlo escolarizado. Además, no podía desatender a sus otros dos hijos.

—Yo estoy remando sola en esto, porque en mi familia uno de los dos, mi marido o yo, tiene que trabajar y en este caso es mi marido. Él era colectivero, pero desde hace un tiempo tiene un puesto en la calle.

Guiada por la recomendación de otra persona, en mayo de 2018 Ana acudió al colegio municipal Ejército Libertador donde finalmente Claudio fue admitido siguiendo un horario especial.

La historia de Juan José, de 15 años, diagnosticado recién hace tres con TEA, es similar aunque con un final más auspicioso. Entró en tercero básico al colegio Ejército Libertador arrastrando varios episodios de maltrato y discriminación en establecimientos particulares.

—Deambulé por varios colegios —cuenta Elizabeth (46 años, dueña de casa), madre de Juan José—. Estuvo en cuatro colegios pagados y nunca lo diagnosticaron con TEA. Eran colegios normales que supuestamente tenían un programa de integración pero que en realidad no existía. Tengo cuadernos de Juan José que son de tercero básico y que están completamente vacíos, lo que indica que no hacía nada.

Elizabeth confirma que en todos los colegios recibió presiones para que retirara a su hijo, sobre todo después que ella exigía que fuese atendido por especialistas.

—Cuando yo empezaba a insistir con que lo atendieran, me daba cuenta de que no tenían especialistas y me decían que me lo llevara a otro colegio. Es decir, ellos te ofrecen una cosa en sus pancartas, pero en verdad no lo tienen. Es sólo propaganda. Y una llega con la esperanza de que traten a tu hijo y no, nada.

En 2018 Juan José salió de octavo para continuar su escolarización en un liceo industrial que pertenece a la corporación educacional de la misma comuna. Esto, gracias a un plan de transición puesto en marcha por el Programa de Integración Escolar del colegio Ejército Libertador. Su coordinadora, Francisca Cabrera, señala que en el colegio hay catorce alumnos con TEA, ya diagnosticados, más otros seis que se integraron en marzo de este año.

—Hemos recibido varios casos de niños que han estado dando vueltas en muchas escuelas —señala—. Aquí se trabaja siguiendo el decreto 170, que rige a los programas de integración, donde las educadoras del programa planifican algunas asignaturas en conjunto con los docentes de aula regular. Aparte de eso, quien lo requiera tiene sesiones con el psicólogo o el terapeuta ocupacional. Se trabaja, por lo tanto, en un plan individual por niño, pero sin un tutor fijo.

Un camino cuesta arriba

Según Marcela Villegas, el caso del colegio Ejército Libertador es la excepción a la regla. La realidad es que todo queda a criterio de cada municipio porque no existe una política pública verdadera dirigida a las personas con discapacidad. En general, dice, los colegios privados, subvencionados y municipales siguen viendo la inclusión de niños con TEA como un acto de caridad.

—Los chicos pueden estar incluidos, pero no aprender nada —señala—. Están desregulados en la sala, dan vuelta todo el día en el lugar, solos. Esta es una vulneración que está velada, que no se asume, que no se devela y que develarla genera mucho conflicto.

Ella acusa al Estado de contravenir el mandato de la Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, firmado por Chile en 2008.

—El Estado de Chile se comprometió a hacer todo lo posible en materia de inclusión; esto involucra a colegios privados, subvencionados y municipales para que los chicos accedan a un mismo tipo de educación y se minimicen las experiencias de educación especial, más aún a una edad temprana. El problema está en que el Estado, lo que hace, es transferir esa responsabilidad a las familias.

Una resolución de la Cámara de Diputados, aprobada por unanimidad en julio de 2018, parece darle la razón a Villegas. En ella se le solicita al Presidente de la República “adoptar todas las medidas legislativas y administrativas que tengan por objeto asegurar la igualdad de oportunidades de las personas que sufren un Trastorno del Espectro Autista”. En el documento el parlamento reconoce el atraso del país en esta materia subrayando que la única ley referida a este tema es aquella que establece el Día Nacional de Concienciación del Autismo y el Asperger.

Pero lo más llamativo es que el texto incluye un párrafo que perturbaría a cualquier familiar de un niño en esta condición. En él se le pide al gobierno confeccionar un catastro formal de las personas con TEA en Chile, pues, hasta el día de hoy, no existe. Sí, leyó bien: a diez años de la firma de la convención de la ONU, el país desconoce cuántas personas con este trastorno hay en su territorio, dónde viven y cuál es la composición de sus grupos familiares. Sin estos datos, la puesta en marcha de una política pública seria en esta materia es simplemente imposible.

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